Hace tan solo una semana, la empresa organizadora del Festival SOS 4.8 de Murcia anunciaba la suspensión de la edición 2017. Después de nueve ediciones, el festival tiene que suspenderse por problemas de financiación y acuerdos con las instituciones locales. Vamos, que no es sostenible sin la implicación de la administración y se ve abocado a su desaparición. De nuevo, se presentan tiempos difíciles para la industria musical.
A mediados de los años 80, en España ya tuvimos la primera gran crisis del sector de la música, acompañando a la crisis general que acabó con la devaluación de la peseta tras las Olimpiadas de Barcelona en el 92. Los ayuntamientos de la época habían entrado en una loca dinámica de pagar precios por los artistas nacionales absolutamente desorbitados, por el “tenemos que tener el grupo de moda nosotros, no el pueblo de al lado, a cualquier precio”, lo que llevó a una auténtica locura inflacionista de precios irreales de las bandas del momento.
Artistas nacionales cobrando, o pretendiendo cobrar, entre seis y ocho millones de pesetas de la época (una barbaridad) por actuación, principalmente de carácter gratuito. Consecuencia: los precios de locura llevaron a muchos ayuntamientos a dejar de contratar, con la consiguiente falta de actuaciones. La primera crisis acababa de estallar. Duró varios años, hasta mediados de los 90. Entre otras consecuencias, desaparecieron artistas, otros cayeron en contratación, bajaron sus cachés a precios más asequibles, se perdieron puestos de trabajo y se dañó el incipiente tejido industrial.
Pero la tempestad amainó. Empezó a recuperarse el sector. Las contrataciones de ayuntamientos volvieron a ser masivas. Y, de hecho, empezaron de nuevo a sostener la música en directo, ya que el tejido de actuaciones en salas, clubs y grandes recintos con pago de entrada no era todo lo potente que se podía esperar de un país como España.
Como sabemos, los ayuntamientos y entidades públicas suelen tener tendencia a regalar la música con la falsa esperanza de conseguir votos entre el público, ya sea dentro de las elecciones municipales o autonómicas. De nuevo, se estaba gestando un problema que volvería a desembocar en otra crisis.
La segunda llegó a mediados de los 2000. La ambición desmesurada de los managers, con la colaboración del dinero público, volvió a poner precios desorbitados y estúpidos a las bandas del momento. Managers y empresas se reunían para pactar los cachés de los artistas punteros, todo para que su porcentaje fuera más suculento.
No se pensaba en la carrera de los artistas a largo plazo. Prueba de ello es que grupos que en los 2000 cobraban entre 120.000 y 150.000 euros por concierto para tocar gratis en plazas de ciudades y pueblos, hoy son incapaces de vender tickets: “¡Joder! ¿25 euros por fulanito? ¡Pero si el año pasado los vi gratis! ¡Qué pague su puta madre!”, era un comentario más que habitual entre el público de la España profunda.
Esos precios eran absolutamente prohibitivos para la empresa privada, y el hecho de que la mayoría de sus actuaciones fueran gratis, aun lo ponían más difícil. Cómo no, llegó la gran crisis del 2007, la caída de Lehmann Brothers, y los ayuntamientos volvieron a dejar de contratar por la precaria situación de las finanzas públicas. Y esos grupos, si no han desaparecido ya, sí han pasado a mejor vida en lo que a sus remuneraciones se refiere: no venden un ticket ni por recomendación de sus mamás.
Actualmente, y me refiero a partir de 2015, parece que se recupera la contratación pública de artistas, pero ahora de otra forma. Parece que el que no tiene un festival, no existe. Todos los ayuntamientos quieren tener uno, para que los conciudadanos no se sientan menos que el de al lado. Han sustituido el concierto gratis por el festival de pago, pero barato, con toda la implicación de la administración. Es económicamente inviable.
España es un país con más de 1.000 festivales, mayoritariamente sostenidos por dinero público. Cualquiera que sea amigo del alcalde o del concejal de cultura de turno puede organizar uno, sin ninguna experiencia o conocimiento previo. Sumemos a esto la falta real de patrocinios en los eventos, por no tener una ley del mecenazgo clara y competitiva. El cóctel explosivo de la crisis 3.0 está servido.
Pues bien, la nueva crisis se está gestando. La llamaremos crisis 3.0. Es cuestión de tiempo. Y esta vez será la gran crisis de los festivales: impagos a proveedores, suspensiones sin devolución de entradas, huidas de pseudopromotores en una noche oscura sin dejar rastro o simplemente desaparición de festivales porque el que entra en el gobierno municipal no le gusta ese y quiere crear el suyo, con sus amigos.. La crisis de artistas, ahora, no solo será a nivel nacional, sino también internacional.
La burbuja está servida: los pagos millonarios a artistas internacionales para que toquen en el festival en exclusiva, la repetición de los mismos cabezas de cartel nacionales, el mismo tipo de acontecimiento en todos los pueblos o ciudades, todo eso va a hacer inviable esta fiebre festivalera. Volveremos a verlo: los artistas se resentirán de ello, la industria se retraerá, el público se alejará y las instituciones volverán a dejar la industria cultural por los suelos.
No aprendemos. Las instituciones y ayuntamientos vuelven a usar la música con carácter político sin mirar al futuro con autocrítica; y los profesionales del sector se aprovecharán de la situación mientras dure. Esta no es la manera de crear una verdadera industria sostenible que cree un tejido profesional de calidad y duradero. Lo sabemos y no hacemos nada. Sigue imperando el pan para hoy, hambre para mañana. Así, no.