Artículo del periodista musical Nando Cruz, publicado en el ‘V Anuario de la Música en Vivo’
Es triste pero es así: llegados a este punto las salas de conciertos acumulan tantas prohibiciones y limitaciones que ya es prácticamente imposible que ocurra algo excepcional ahí dentro. Sí, hemos ganado en comodidad, puntualidad y calidad acústica, pero aquella sensación de misterio, imprevisibilidad e incluso peligro que te embargaba al entrar ha quedado anestesiada por un sinfín de normativas que hacen que hoy una sala de conciertos ya no sea un lugar único, sino un establecimiento más: entras, consumes y sales.
En este contexto, el concierto ha acabado siendo una experiencia de lo más previsible, pues el grupo que pretenda desafiar según qué reglas será reprimido al instante en virtud de la legalidad vigente. ¿Os gustaría tocar tres horas? Imposible: a las 23:15 hay que desalojar la sala. ¿Sois famosos por vuestro atronador volumen? Lo siento: está prohibido pasar de 105 decibelios.
El extremo más funesto de esta profesionalización de todo es oír al grupo, ya en la recta final de un concierto, preguntar «a alguien que mande»: «¿Podemos tocar una canción más?». El espectador no solo acepta que no se lo consulten a él -al final y al cabo es quien pagó la entrada, sino que asume que quien manda en esta cita entre el grupo y sus fans es un tercer agente en la sombra. Es un ejemplo exagerado, pero nada anecdótico de que los músicos han asumido, también, su rol de funcionarios.
Ante esta situación, empiezan a surgir promotores aficionados que organizan conciertos en espacios donde las leyes son algo más flexibles y las relaciones entre público, músicos e intermediarios, más humanas. Es un proceso cíclico de regeneración del sector que quizá ahora aún resulte poco visible porque: a) en estos tiempos es tan difícil abrirse camino que bastantes promotores amateurs perecen en el intento, y b) el circuito underground es invisible por definición y no debe confundirse con esa cosa llamada indie.
Pero, por desgracia, en la búsqueda de ese factor extra que diferencie un concierto serio (dicho sea en el sentido más despectivo) de uno especial empieza a proliferar otro tipo de iniciativa: el secret show de la marca cool. No, los patrocinadores ya no se conforman con poner dinero para que su logo esté bien visible en un concierto; ahora ellos mismo contratan al grupo y organizan actuaciones exclusivas a golpe de talonario. El evento se anuncia en la cuenta de Facebook de la marca que pagará el festín, los más rápidos consiguen su entrada y acuden al lugar elegido que, a veces, ni siquiera es una sala de conciertos, sino una tienda de ropa u otro sitio inusual.
Porque lo importante aquí es que la experiencia sea muy distinta. Aunque, claro, no demasiado: si es necesario, los músicos firmarán un contrato en el que se comprometen a salir a escena con ropa de la marca que paga el pesebre.
Salas y promotores, felices de contar con patrocinadores para sus giras con más riesgo económico, empiezan a verse puenteados por marcas que se sienten dueñas del sector de la música en vivo. Y mientras el concierto convencional se museifica más y más, en pos de una experiencia manejable y rutinaria, los genios del marketing redecoran y alteran a su antojo el ritual del concierto, usándolo como plató cool para su acciones publicitarias.
En esas campañas promocionales alrededor del concierto, los actores son tanto los músicos como esos pocos fans que asisten en calidad de extras y que serán filmados mientras cantan, saltan y sudan; felices por vivir una experiencia que el resto solo disfrutará a través de publirreportaje rockero. Obviamente, los destinatarios finales del exclusivo pesebre serán los miles de personas que verán la filmación; la envidiarán, maldecirán y retuitearán.
El concierto avanza irremediablemente hacia su condición de espectáculo rutinario a la vez que se reinventa como fetiche promocional para pantallas de ordenador. La mercantilización de la música en vivo entra ya en su fase puramente virtual.