En primera persona: Programar con incertidumbre

Artículo de Carlos Espinosa, presidente de Acces y director de Riff Producciones, para el VII Anuario de la Música en Vivo.

Son las 20:00 y faltan poco más de 30 minutos para que se abran las puertas del recinto. El artista ya ha efectuado su prueba de sonido y descansa en su camerino. El stage da los últimos repasos al escenario y confirma que todo está “ok”, los vigilantes de seguridad empiezan a ordenarse en los accesos. La ambulancia se coloca donde siempre, mientras el chico del «merchan» apura buscando algo de cambio. Los walkies de producción son un hervidero de órdenes que se mezclan con la gente del catering, los chicos de la carga, el técnico de sonido, el vídeo, el backliner… todo está preparado, ¿todo? No crean…

Hay un último rincón -ese que suele estar al final del pasillo- donde se masca la tensión, una burbuja donde las pulsaciones siempre andan algo aceleradas. En esa oficina se juntan el jefe de producción, el jefe de seguridad y, por supuesto, el promotor. Este último lleva varias semanas recorriendo despachos, reuniéndose con técnicos, invitando a café al jefe de bomberos y regalando entradas a la mitad de la corporación para pasear un proyecto de varios kilos de peso que certifica, al pie de la letra, que se cumple con los requerimientos de la extensa Ley de Espectáculos Públicos. Pero el concejal de Urbanismo sigue sin confiar demasiado en los que vienen a montar jaleo, razón quizás por la que les ha exprimido hasta la última gota de sangre en certificados. “De estos no me fío”.

Y con todo, a veinte minutos de la apertura de puertas aún -como siempre- no ha llegado el papelito de la licencia definitiva. Ese que dice que “el concierto puede hacerse”. Ese que, pese a haber invertido más de 200.000 euros esa noche y de haber generado otros tantos mil en habitaciones de hotel, comidas en restaurantes, tickets de taxi, billetes de tren, aviones o litros de gasolina, aún se resiste a aparecer. Sí, estamos hablando de ese concierto que esta noche va a crear un centenar de empleos directos y varios más indirectos. El evento que durante seis meses ha estado promocionando la ciudad, la misma metrópoli con la que a los políticos locales se les llena la boca para decir que “aquí se apuesta por la cultura”, el mismo show que ha conseguido que varios miles de fans lleguen hoy a un destino que quizás nunca habrían pisado.

En resumen, ese tipo que está en la última oficina y que hoy se juega su patrimonio y algunos años de oficio anda una vez más con el “culo apretado”, porque -como siempre- faltan diez minutos y aún no ha llegado la Policía con la dispensa.

Menos mal que alguien lanza el argumento tranquilizador: “Aquí siempre es igual, llega tarde, pero llega y, si se ponen tontos, llamamos al alcalde”. El agente de zona está nervioso, aunque no lo aparente. Faltan cinco minutos para la apertura de puertas y por allí no ha aparecido nadie excepto el inspector de la SGAE.

Son las 20:30 y se obra “el milagro”. El pinganillo del jefe de producción recibe la llamada de uno de los vigilantes de seguridad: “Los del ayuntamiento, preguntan por algún responsable, puerta ocho” y ¡ahí está el permiso! El promotor suspira: “Uno menos”. Pero, ¡ups!, parece que empieza a chispear. Por el walkie se escucha un grito: “¿Alguien sabe dónde están los puñeteros plásticos?”. El promotor cierra los ojos, agacha la cabeza y se jura a sí mismo: “Este es el último que hago”.